La proporción áurea en el cine de Stanley kubrick. En Barry Lyndon, Kubrick realizó 3 horas de fotogramas que cada uno de ellos, por si solo, podría ser una obra de arte colgada de cualquier museo.

El rodaje de Barry Lyndon , como con la mayoría de las películas de Stanley Kubrick, fue lento. Algunas tomas individuales requirieron más de 100 intentos. Sin embargo, el elenco sabía que eran parte de algo importante.

La proporción general elegida para el film es 1.66: 1, una medida que no es usual en Inglaterra y EEUU pero está más cercana a la proporción áurea (1.6180: 1) y es más utilizada en la pintura. Con simetría “kubrickiana” y alejamientos lentos, cada toma de esta película no solo tiene una composición hermosa y detalles intrincados, sino que todos sirven para la historia. Dieron vida de esta forma a la vanidad, la estupidez y la brutalidad que burbujean bajo la superficie elegante de la sociedad del siglo XVIII.

El número áureo (también llamado número de oro, razón extrema y media, razón áurea, razón dorada, media áurea, proporción áurea y divina pproporció) es un número irracional, representado por la letra griega φ (phi) (en minúscula) o Φ (Phi) (en mayúscula) en honor al escultor griego Fidias.

Se trata de un número algebraico irracional (su representación decimal es infinita y no tiene periodo) que posee muchas propiedades interesantes y que fue descubierto en la Antigüedad, no como una expresión aritmética, sino como relación o proporción entre dos segmentos de una recta, es decir, una construcción geométrica. Esta proporción se encuentra tanto en algunas figuras geométricas como en la naturaleza: en las nervaduras de las hojas de algunos árboles, en el grosor de las ramas, en el caparazón de un caracol, en los flósculos de los girasoles, etc. Una de sus propiedades aritméticas más curiosas es que su cuadrado (Φ2 = 2.61803398874988…) y su recíproco (1/Φ = 0.61803398874988…) tienen las mismas infinitas cifras decimales.

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En el siglo IX el Papa ordeno que colocaran un gallo en los campanarios de las iglesias para simbolizar el hecho de que San Pedro negara tres veces a Jesús antes del canto del gallo, según se nos dice en el Evangelio de San Marcos.

Como los campanarios de las iglesias ya estaban adornados con veletas para medir la dirección del viento, adicionaron el gallo a éstas, estableciendo así la costumbre.

Esta difundida leyenda que atesoramos los habitantes de Quito se refiere a don Ramón Ayala y Sandoval, quien era un hombre adinerado, muy bohemio y dedicado a la buena vida; además, mantenía indiscutible afición por la vihuela (guitarra), mistela (licor) y la graciosa «chola» Mariana, que le robaba más de un suspiro.

Asimismo, el personaje se vanagloriaba de sus 40 años de soltería, de su hacienda y de su apellido. Don Ramón desarrollaba su vida con un horario estricto: se levantaba a las 06h00 para luego ponerse el poncho de bayeta y comenzar a desayunar lomo asado, papas, un par de huevos fritos, una taza de chocolate, pan de huevo y el tentador queso de Cayambe.

Después de comer abundantemente, don Ramón pasaba a la biblioteca y disfrutaba de los recuerdos de sus antepasados.

Tras gozar de una hora de siesta, se daba un masaje con agua olorosa y a las 15h00 salía a la calle derrochando elegancia. Se detenía justo en el petril de la catedral, y allí tenía siempre su primer encuentro con el popular gallito.

Con un gesto desafiante le decía: ¡Qué gallito, qué disparate de gallito! Ramón amaba a la “chola” Mariana, propietaria de un local de venta de licores, pero cuando la gente iba a escuchar misa se espantaba al pasar por dicho establecimiento, pues Ramón, ya pasado de tragos, comenzaba a lanzar carajazos a todo el mundo.

¡El que se crea tan hombre, que se pare enfrente! ¡Para mí no hay gallitos que valgan, ni el de la catedral!, repetía una y mil veces. Cierta noche, alrededor de las 20h00, pasaba ebrio por el pretil de la catedral y trató de desafiar al gallo. Cuando alzó su mirada y se disponía a gritarle, el gallo alzó su pata y rasgó con la espuela su pierna y Ramón cayó al piso.

Luego, el ave levantó el pico y le sentó un feroz golpe en la cabeza. Horrorizado por lo que le estaba sucediendo, comenzó a pedir perdón y clemencia al animal, que le preguntó si jamás volvería a beber e injuriar a las personas. El aristócrata prometió enmendar su vida y no cometer nuevamente tales abusos.

Don Ramón, el noble, cambió por completo. Se volvió respetuoso con la gente y dejó de tomar las mistelas. Más un día se encontró con un antiguo amigo, quien le dijo que estaban orgullosos de él y que habían preparado un agasajo. Al llegar, se halló con una tentadora mistela y no pudo aguantarse. Terminó nuevamente en el local de la “chola” Mariana.

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